Cuando vio los rostros hambrientos de todos aquellos aborígenes que castañeteaban ansiosos alrededor de la olla, pensó -entre los últimos hervores que lo enajenaban- en un acto rebelde, en invertir las tornas para que fueran ellos quienes siguieran sus órdenes de manera inmediata, sin permitirles -bajo ningún concepto- llevar la iniciativa de aquel enfadoso asunto. Fue entonces cuando profirió, lleno de resolución y de dignidad, aquellas inolvidables palabras: «¡a comeeeeeeeeeeeeer!»
Y dejó para la posteridad la enseñanza de quién mandaba allí, de qué era lo que se estaba cociendo realmente.
Enrique Ortíz Aguirre
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