Llevaba años sin ir a la antigua casa familiar. Retiró la verja de la entrada y escuchó cómo los hierros cedían al empuje de su mano; caminó por el breve sendero y, tras atravesar el jardín, ahora en decadencia, y el hall donde el abuelo leía, abrió la puerta.
La casa conservaba el olor de los últimos momentos vividos. No le costó nada ubicarse. Enseguida fue a su cuarto y allí, como en los colegios de Prypiat, todo seguía tal cual quedó: se mantenían las cortinas roídas, en el octavo aniversario; las velas seguían debajo de la ventana, amenazando; la cera continuaba esparcida por el suelo y el hollín permanecía cubriéndolo todo de negro.
Tragó saliva, emocionado, miró a su antigua cama y recordó la velocidad con que se propagó el fuego provocado por la llama de la vela en la habitación y cómo su madre quedó dentro por salvarlo.
Román Pérez
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