Aquel concurso de pesca no era más que la consabida competición de hombría por ver quien lo tenía más grande. Entre el apacible sonido del caudal discurrían las horas mientras Mario, sentado sobre su banqueta y pertrechado de su inseparable neverita, bebía cerveza y desde la orilla miraba de soslayo a aquel hombre. Ataviado con botas y mono de color parduzco, inmóvil como si lo hubieran clavado al lecho del río, no paraba un instante de pescar. Mario le había contado ya una docena de hermosos lucios. En un acto reflejo abrió su cesta para confirmar que no ganaría aquel concurso. Ni siquiera pensaba presentar sus capturas para el pesaje. Las asaría allí mismo. No se trataba de una cuestión de derrotismo, sino de ahorrar a aquellos cuatro peces incautos el desfilar bajo los focos del más crudo y escamado exhibicionismo, concebido únicamente para la gloria del captor.
Jordi Julià Manresa
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